Comentario
El año 311 a. C. significa el principio del fin para la cultura tirrena. Estalla la guerra y, tras crueles campañas, toda Etruria aceptará el dictado de Roma en 280 a. C., pasando a formar parte del amplio mundo de sus pueblos sometidos, aunque formalmente aliados.
Sin embargo, no por ello concluye el arte etrusco: si hasta fines del siglo IV era aún el más importante de cuantos componían el complejo etrusco-itálico, el vuelco político no iba a suponer, de la noche a la mañana, el fin de encargos y talleres. La nobleza tirrena tenderá, sí, a romanizarse, a aprender latín e incluso, en ocasiones, a trasladarse a Roma, pero éste será un fenómeno progresivo, gradual, que durará más de siglo y medio. Mientras tanto, nada exige la transformación de costumbres funerarias y religiosas -por otra parte, tan parecidas a las romanas-, y por tanto los artesanos siguen trabajando.
Se advierte, eso sí, un cierto empobrecimiento material; era lógico en un pueblo conquistado. Sin embargo, casi lo que más sorprende es que éste sea tan suave hasta las guerras civiles de fines de la República. Durante los siglos III y II a. C. aún se levantarán templos de importancia, y no faltarán ostentosas tumbas en las necrópolis. Basta recordar, por ejemplo, la Tumba de los Relieves, acaso la más profusamente decorada de Caere, realizada hacia el 300 a. C.; y no conviene olvidar que gran parte de las tumbas de Norchia y de su entorno rupestre datan precisamente de los siglos IV y III a. C., pese a su aspecto tradicionalista.
Mas una cosa, sin embargo, resulta indudable: pese a las tendencias conservadoras de un pueblo que teme por su identidad cultural, se abre sin remedio la puerta a las novedades que llegan de Roma. La Urbe vive, desde la toma de Tarento (272 a. C.) y el sucesivo contacto con los reinos helenísticos, una intensa y absorbente pasión por todo lo griego, y la transmite a los pueblos que de ella dependen. No es que la helenización suponga en Etruria, como es obvio, ninguna novedad; lo que ocurre, sencillamente, es que su presión empieza a ser excesiva.
Ya en el siglo III comienza a apreciarse tal invasión incluso en la arquitectura, que hasta entonces había sido el aspecto mejor salvaguardado de la tradición etrusca. Aparecen frontones en tumbas y templos; ciertos hipogeos (como la Tumba Hildebranda de Sovana) adoptan columnatas, como si quisiesen inspirarse en los mausoleos monumentales de Asia Menor; elementos helénicos se introducen en la decoración (las pilastras acanaladas de la Tumba de la Alcoba de Caere, por ejemplo); y hasta llegan modos constructivos más puramente romanos, como el arco: entre los más bellos monumentos que adornan aún hoy las murallas de Etruria se encuentran precisamente los poderosos arcos de entrada de Volterra y Perugia, fechados en los siglos III y II a. C.
En los demás campos artísticos, la irrupción del helenismo es aún más profusa si cabe. A veces en bronce, pero casi siempre en barro, los artistas tirrenos reproducen los modelos de la plástica griega, y lo hacen en ocasiones, justo es reconocerlo, con singular fortuna; sirva como ejemplo el Apolo del templo de Lo Scasato en Faleries, que debe fecharse en la primera mitad del siglo III a. C.: se trata de un magnífico torso en arte ecléctico del Helenismo Temprano, lleno de vida por su nerviosismo, su carnosidad y su agitada cabellera. Y algo semejante puede decirse, ya en el siglo II a. C., de las figuras pintadas en la Tumba del Tifón de Tarquinia, verdadero trasunto del barroco pergaménico. En cuanto al Frontón de Ariadna hallado en Cività Alba, marca ya, a fines del mismo siglo, el enlace de lo itálico -aún representado por el material, terracota- con el arte pompeyano, bajo la fértil inspiración del decorativismo rodio.